"BARNABITAS ESPAÑA"


"SAN ALEJANDRO SAULI 

Y SU ÉPOCA"

(1534 - 1592) 

OBISPO Y APÓSTOL DE CÓRCEGA

Ponente: P. Filippo Mª Lovison

 

San Alejandro Mª Sauli - Barnabita (1534-1592) - Obispo y Apóstol de Córcega.
PP. BARNABITAS ESPAÑA
 
Arriba 

 

 

Descarga Documento

Barcelona, Lunes 17 de Enero 2005, h. 19.30

Agradezco a los Padres Barnabitas de Sant Adrià de Besòs por haberme invitado a tener esta conferencia, permitiéndome reexaminar la figura y la obra de un barnabita de otros tiempos por cultura, apego a la vida religiosa y celo pastoral: S. Alejandro Sauli.  Representa de veras una figura excepcional de aquel siglo, el Mil Quinientos, que, entre las luces y las sombras de una no fácil vida eclesial y social trató de embocar, con renovado vigor, el camino de fe trazado por el Concilio de Trento, en la tentativa de superar las trabas puestas por la cuestión protestante. ¡Justo entonces "Cuando todo pareció perdido - sagazmente el Pastor notó en su monumental obra Historia de los Papas - empezó quietamente todo un giro en mejor". Y así fue!

"¿Cómo está, Monseñor? Expecto donec veniat immutatio mea - espero que llegue mi transformación, (Gb 14,14) -. Usted muere por las demasiadas fatigas que ha hecho. Lo haría de nuevo, y también más, porque así les conviene a los Prelados de la Santa Iglesia." Este fragmento de conmovedor diálogo - "robado" podríamos decir a la discreción del sagrado momento de la agonía - entre monseñor Alejandro Sauli y su fiel capellán Tomas Giorgi, nos introduce bien a la comprensión de la figura de este barnabita, que, ya sabemos ahora, no ahorro fuerzas por el reino de Dios. Por esto en aquellos últimos instantes de vida ya no necesitó releer aquella página de la Imitación de Cristo que guardó celosamente bajo la propia almohada, y que se preguntaba: " ¿A qué sirve vivir tan largo tiempo? Nos corregimos tan poco"! Aquel interrogante parece dirigido sobre todo a nosotros, advirtiéndonos que no habremos aprendido nada si nuestros ojos no habrán visto en el Sauli mas que el triunfo de uno de los muchos Santos del siglo Dieciséis; ¡habríamos aprendido en cambio todo si su batalla nos habrá enseñado a emprender la nuestra! 

Alejandro nació el quince de febrero de Mil quinientos treinta y cuatro (cuatro años antes de San Carlos Borromeo, y cuyo hechos se entrelazarán indisolublemente) de la óptima aristocrática familia milanesa de los Sauli. Creció de prisa, también físicamente, en altura y en el talle, que se hizo pronto maciza, pero ocultando bien a las miradas superficiales su verdadero estado de salud, por el contrario delicado. Desde pequeño reveló aquella firmeza de carácter y aquella nobleza de ánimo que parecieron fluir armoniosamente de la mirada profunda de sus ojos azules y vivarachos, engastada entre el espeso pelo de juventud, rubio; pequeño indicio, también esto, de una especial distinción de rasgo y valor, que en breve revelará al mundo entero en la asunción atrevida del episcopado de Aleria en Córcega, dónde trabajó más que muchos otros ilustres contemporáneos suyos, corriendo como "un loco", hacia Dios y hacia el "prójimo"; verdadero campeón de la Iglesia post-tridentina. "Para él, el ideal episcopal querido por el Concilio de Trento se ha vuelto realidad". El Santo es así, como nosotros pero de paso más veloz, porque es empujado por el amor. Por este motivo San Alejandro Sauli aun hoy deja atónitos a los que se arriesgan a querer recorrer, aunque de palabras, las etapas más significativas de su sacrificada, pero también feliz existencia, en Dios. 

Su historia empezó a entrelazarse con la  Orden de los Barnabitas en el día en que se sintió llamar a la puerta de la Casa de la Comunidad Barnabita de San Bernabé en Milán, joven, todavía no tenia dieciocho años, fresco de estudios, para preguntar cómo hacerse religioso. Desde aquel momento no paró más. Bosquejando una rápida panorámica a vuelo de pájaro, lo vemos emitir la muy esperada profesión religiosa el Veintinueve de septiembre de Mil quinientos cincuenta y cuatro, y recibir la Orden Sacerdotal el Veintiuno de marzo de Mil quinientos cincuenta y seis, a solo veintidós años (consiguiendo por esto la necesaria despensa canónica). En  febrero del Mil quinientos cincuenta y siete como primer destino fue trasladado justo a Pavía, dónde había completado sus estudios juveniles. 

Joven padrecito, se consideró un principiante en el camino de Dios: "Con palabras no podría expresar cuán grande es mi miseria y tibieza en el servicio del Dios" - admitió en aquellos años, añadiendo luego, el doce de Enero de Mil quinientos sesenta, un poco desconsolado – no sirvo mas que para estropear la obra del Dios", en cuánto "al cuerpo me siento muy bien, pero en cuanto al espíritu frío y débil según el mi temperamento". De carácter particularmente reflexivo, Alejandro no osó mirar demasiado para arriba, reconociendo su pobreza interior, pero quiso trascender a toda costa. Por esto probablemente prefirió los estudios y su fatiga, y gracias a una fina inteligencia y a una envidiable metódica claridad de exposición, obtuvo en  Mil quinientos sesenta y dos la ambicionada cátedra de filosofía en la universidad de Pavía, dónde luego se licenció en Teología el veintiocho de Mayo de Mil quinientos sesenta y tres, año en que Carlos Borromeo fue ordenado cura y obispo y un año después Arzobispo de Milán. Pero no tenemos que creer que hiciera particular motivo de orgullo de ello, más bien, advirtió todo el peso. Así, cuando el célebre prof. Felipe Zafiro el seis de Marzo de Mil quinientos sesenta y dos le pidió ser sustituido en la universidad, enseguida, escarneciéndose por no sentirse a la altura, remachó con tono vibrante pero firme "que no dependía de él disponer ni en este ni en otro caso, dependiendo siempre de la Santa Obediencia". No olvidó ni una vez empezadas aquellas clases de dar las gracias a sus cohermanos por sus oraciones. 

La solidez de su piedad y su profundo deseo de escondimiento y separación de las vanidades del mundo, le permitieron abandonar sin demasiados lamentos la querida enseñanza, demostrando una envidiable libertad de ánimo cuando fue elegido - entre la sorpresa de todos - Superior General de su Congregación, el nueve de Abril de Mil quinientos sesenta y siete; confirmada tres años más tarde cuando, consagrado obispo en la Catedral de Milán para ser destinado a aquélla salvaje "montaña" en el mar que es la Córcega, no titubeó en dejar los queridos estudios para dedicarse completamente a las fatigas de la acción apostólica, iniciando un "ayuno intelectual" que se prolongará por más de veinte años. No echará de menos de los estudios una vez regresado en el último periodo de su vida - contra su voluntad - a la docta ciudad de Pavía. Pero aquel dolor inicial fue poco a poco aliviado por el conocimiento de la bien más alta y sublime ciencia de Cristo Crucifijo, que, si pudiera aparecer bien poca cosa a sus contemporáneos que lo quisieron a Pavía justo en cuanto "desperdiciado" en Córcega, lo hizo en cambio feliz, tanto que la muerte lo cogió una vez más fiel "en su humilde puesto de trabajo", aunque enfermo, en aquel once de Octubre de Mil quinientos noventa y dos a Calosso d’Asti; no sentado al escritorio de los sudados papeles, sino en la calle polvorienta de una de sus pesadas visitas pastorales.  

Rápido recorrido de una existencia única, suficiente para hacer entrever su fuerte personalidad, culta y poliédrica, que supo admirablemente expresar la misma pasión a muchos niveles desde cuando fue simple clérigo barnabita: la renuncia al espíritu del mundo, la total dedicación a Dios y al servicio apostólico a los hermanos. Cuan lejana está la historia de este Santo de la interpretación de cierta hagiografía que quiere releer la vida de los Santos y Beatos de la Iglesia queriendo ya entrever casi desde antes del nacimiento el resplandor de la aureola. ¡Santo no se nace, sí se hace!; pequeñas semillas no raramente esparcidas por la extravagancia del Espíritu Santo en campos aparentemente pedregosos, de poca cualidad, donde junto crecen el trigo y la cizaña. 

Una vez dicho todo esto, he elegido sólo unos puntos de su vida, que ahora voy a presentarles.

Inicio página

 1) ALEJANDRO JOVEN BARNABITA

Así, cuando el joven aristocrático Alejandro, había acabado los estudios en Pavía, desde el Mil  quinientos cuarenta y siete al Mil quinientos cincuenta y uno, se presentó, elegantemente vestido en su rango, en San Barnabé; los Padres Barnabitas ya lo sabían todo de él. Así que el 22 de abril de 1551, presentado delante de su Capítulo, requerido sobre qué lo había empujado a dar este paso, de un tirón contestó: "Para poder honrar perfectamente a Jesucristo, lo que no pudiera hacer tan fácilmente estando en el mundo". Ya desde hacía un año le había nacido en efecto este deseo y pareció no importarle si la Congregación era pobre en aquel tiempo, porque vino "para abandonarse del todo en mano de la obediencia y para no tener nunca alguna comodidad ni del cuerpo ni del alma". Aunque humildemente reconoció que la cosa que creía más difícil entre aquellos Padres sería el levantarse pronto por la mañana, el quedar mucho tiempo en la oración mental; él habría preferido dedicarse a los trabajos prácticos, como el coser, después de haber estudiado al menos un par de horas. 

Después de haber presentado la "tercera petición" el 16 mayo de aquel mismo año, los Padres prefirieron despedirlo una vez más; por su joven edad y su prestigioso rango social temieron que no fuera una decisión bien ponderada sino el clásico fuego de paja! Pero él, determinado más que nunca, al día siguiente, el dieciséis de mayo de mil quinientos cincuenta y uno, sin darse por vencido se presentó exigiendo la debida respuesta. Tomados en contragolpe, en la agitación del momento, los Padres no encontraron  mejor excusa que pedirle lo que nunca se había pedido a nadie antes de el: ir a la  vecina Plaza Mercanti a predicar a Cristo Crucificado, llevando sobre los hombros aquella pesada cruz, de notable tamaño, que se conserva todavía hoy en San Barnabé. ¡Lo hizo y su camino fue marcado para siempre! Desde aquel momento entró en los corazones y en las esperanzas de todos, por haber vencido, como el pequeño David al gigante Goliat de la consideración de sí mismo, en aquella rebosante Plaza dónde no pocos lo conocían, lo escarnecieron alegremente, iniciando así aquella acción de reforma que, gracias al atractivo de su sabiduría y al calor de su caridad, habría arrollado pronto a sus contemporáneos. Y con un gesto de franciscano sabor "quitando la espada y el puñal mandó las armas con su criado al padre para significarles que de  cualquiera manera quería ser religioso."  

"Si supieran lo que me piden! ", suspiró justo su padre, Domenico, mientras los Barnabitas acogían a su hijo a San Barnaba después de haber llevado la cruz, en  tanto se mostraron prudentes en unir sus inciertos hechos de los orígenes a las de su linaje, muy ilustre, rica en historia y de prestigio y no sólo en Milán, como los Sauli.

El momento histórico en el que se debatía la Congregación fue ciertamente difícil, encontrándose en el bonito medio de aquella improvisada tormenta reventada con el bando de las tierras de la República de Venecia del febrero de 1551, después de haber trabajado con empeño y fruto pastoral en Vicenza, Verona y Venecia, juntamente con la rama femenina de la Orden, las Angélicas de San Pablo y la de los laicos, el Tercer Colegio, ambos fundados por el  mismo San Antonio M. Zaccaria (1502-1539). Presagio del rayo que caerá en breve en San Bernabé a causa de la presencia de un Visitador apostólico mandado por Roma. Éste último, después de haber hablado con todos los religiosos acerca de la sinceridad de sus intenciones, dirigiéndose por fin también a aquel joven novicio llamado Alejandro, con sorpresa se sintió decir de él que no habría salido de la Congregación, sino que quedaría allí "esperando que todo se encaminaría bien". Pero no fue tampoco el tiempo de rosas y flores para su familia.  

Inicio página

 2) SU FAMILIA

 Hablemos un poco de la familia que tanta importancia tiene en la historia de una vocación.

Su padre, Domenico, asistió con particular estupor al nacimiento dentro de la propia familia (familia originaria de Lucca, finalmente trasladada a Génova cerca del año 1290, que había contado en su seno, en el pasado, con prestigiosos prelados) de la vocación a la vida consagrada de su hijo. Los Sauli, de sólida tradición religiosa y cultural, fueron espejo fiel de las inquietudes del tiempo de rasgos tan inciertos, que casi se debatía entre ortodoxia y heterodoxia. Y cuando Tommasina Spinola, la esposa de Domenico, llegó a Milán, fue sin duda una de las mujeres más admiradas de la ciudad. En breve Domenico, en efecto, se convirtió en el brazo derecho del duque Francisco Segundo Sforza además de ser ministro de hacienda, y luego ciudadano milanés y senador. Pero una vez venidos a la luz  Francisco en el 1532, luego Alejandro en el 1534, y después Cornelia, Paola y Carlos, la familia Sauli fue golpeada duramente por la inesperada muerte de la misma Tommasina, ocurrida en el año 1541, cuando Alejandro todavía tenía la tierna edad de siete años.  Quedó muy impresionado y triste, y desde entonces empezó a padecer aquella cierta melancolía y deseo de soledad que, posteriormente, podrá superar solo gracias a la vida religiosa. 

Domenico no se desanimó; consciente de sus deberes se hizo fuerte y, abrigando grandes ambiciones por sus hijos, se preocupó de asegurarles a los mejores preceptores del tiempo, tanto que a los diez años Alejandro y Francisco ya estudiaban con gusto al poeta Virgilio. Pero el placer consiguiente del estudio apasionado de los poemas clásicos se tiñó pronto de amargura cuando, en la casa paterna de la plaza San Sepulcro, en el alegre mes de mayo del 1544 presenciaron  la muerte repentina de su maestro, Julio Camillo Delminio, mientras estaba explicando un paso de Virgilio, a causa de un malestar cardiaco. Los dos jóvenes, superando el choque del momento, fueron confiados enseguida a un nuevo preceptor en la persona del joven de veinte y cinco años Giambattista Rasario, que enseñó siempre en casa Sauli del 1544 al 1546, cuando consiguió la cátedra de elocuencia latina y griega en la universidad de Pavía y, para no perderlo, el padre quiso que Alejandro lo siguiera: evidentemente Domenico repuso sobre él todos sus proyectos y esperanzas, quizás tanto hasta no darse cuenta de la vocación que, una vez recibido el sacramento de la confesión y la comunión, crecía sin hacer ruido. 

Desde siempre la familia de Alejandro se encontró en las espinosas cuestiones de la época que, aunque políticas, no faltaron, por necesidad, de entremezclarse con motivaciones religiosas, tanto que la misma tía de Alejandro, Catalina, casada con el diplomático genovés Giovanni Gioacchino de Passano, se reveló defensora, no tan velada, de las ideas reformadas de clara inclinación calvinista. La intervención de la Inquisición fue inmediata y Catalina acabó bajo proceso. El mismo San Carlos Borromeo, entonces Arzobispo de Milán (tenemos que saber que él fue elevado al cardenalato por su tío y nombrado administrador de la sede vacante de Milán por Papa Pío IV, a los 22 años de edad no siendo todavía cura), se encontró entre manos, el delicado caso, y la suerte quiso que no sólo se enterara que fue un barnabita a Mantua, para asistir a su confesión general, sino que también estaba allí justo él, Alejandro, que llegado a ser en aquel tiempo Superior General de la Congregación, dónde, con gran caridad, recibió la abjuración oculta de la tía, salvándola así de la hoguera y de la deshonra. Domenico le escribió a su hijo alegrándose de ello con la expresión “Alabado sea Dios en cada cosa”.  

Estos tristes hechos familiares abrieron la mente al joven Alejandro, haciéndolo madurar de prisa - las grandes almas se fortalecen en la soledad y allá maduran los sublimes propósitos -, y a las encendidas disputas del momento, cuyos ecos inevitablemente rebotaron entre sus doctas paredes domésticas, prefirió remangarse, y, después de haber deseado inicialmente hacerse benedictino o cartujo, sólo por amor al silencio y al estudio, dejó su confortable casa constituida por el edificio milanés de plaza San Sepulcro, para entrar entre los Barnabitas. En verdad, no antes de haberlos frecuentado por un poco, y sólo después de haber descubierto que "vosotros apuntáis justos, apuntando a la negación de vosotros mismos a través de la renuncia a la misma voluntad: es precisamente lo que Cristo pide para seguirlo."  

 3) DOS PALABRITAS ACERCA DE SU FORMACIÓN RELIGIOSA

Iniciado el Noviciado trienal el 15 de agosto de 1551, Alejandro no perdió  su innata desenvoltura y libertad de ánimo, que lo llevó fácilmente a asumir una actitud despegada por los condicionamientos del mundo, crítico aunque mientras tanto reflexivo, empujándolo hacia la búsqueda de aquellas "raíces" de las cosas que iluminan la autenticidad de las acciones y la verdad de los acontecimientos; ¡supo bien que el camino que conduce a la santidad está repleta de muchas cosas inútiles! 

Por esto, a pesar de que no aprobara en los Barnabitas el continuo arrodillarse delante del Superior, aquel interminable rezar, aquel intenso trabajo de casa, encontró el ideal para gastar su misma vida, que reveló públicamente el día de su profesión religiosa, el 29 de septiembre de 1554, gracias a aquella estupenda oración salida del corazón: "Eres todo para mí, todo para mí sólo. Seré todo para ti, todo para ti sólo". Esta real declaración de intentos, fue puesta enseguida a prueba. Cuando lo destinaron a la ayuda de los sacristanes en la iglesia, pidió y consiguió el encargo de despertar la comunidad para que, gracias a su alto sentido de responsabilidad, venciera su conocida pereza matutina, y para vencer su discreción pidió ser destinado como ayudante a la portería, lugar de paso que le permitió más el contacto humano con las muchas personas de cada clase social que se presentaron, y que le refinó su conocida amabilidad. Por fin, para superar su desmedido deseo de estudio, decidió contentarse tener en la habitación un solo libro a la vez.  

La descripción de este joven novicio que emerge de un Capítulo de Comunidad de aquellos años, lo revela, en sus defectos y en sus virtudes, particularmente simpático: fueron muchas sus imperfecciones, como en no saber hacer los trabajos en la Iglesia y la mucha ineptitud en los trabajos de la sacristía, su estudio inestable y curioso, su espíritu burgués, su tibieza, el sentirse demasiado importante en el estudio y muchas otras cosas: le fue ordenado escribirlas todas y llevarlas a su Maestro de Noviciado, buscando con mucha diligencia enmendarse.  

Una vez ordenado sacerdote, siendo el más joven (los Barnabitas hasta entonces eran personas ya maduras y preparadas profesionalmente) necesitado de experiencia pastoral, fue enviado a la nueva iglesia de Santa Maria de Canepanova - construida sobre proyecto del Bramante como ex voto del duque Gian Galeazzo Sforza a Pavía y que consiguió la curación, - la iglesia  se encontraba cerca de la homónima Universidad de la ciudad de Pavía, que el "padrecito", bien había conocido, y dónde había enseñado aunque sin títulos: sus Superiores no querían que trabajara tanto tiempo en la universidad. Dificultad que al final fue superada, y a Alejandro fue permitido calificarse académicamente, consiguiendo la licenciatura el 28 de mayo de 1563, siendo tan pronto introducido en el colegio de los Profesores de la Facultad de Teología. Incluso colaborando con competencia y pasión, el padre Alejandro tuvo la humildad de declinar la invitación de asumir una cátedra estable y recompensada de Filosofía Ordinaria, sea porque particularmente ocupado en la enseñanza interna de  la propia Orden, sea porque estaba al servicio del obispo de Pavía, Hipólito de Colorado, que hizo de èl uno de los  más valiosos colaboradores como teólogo y socio en las visitas pastorales. Y también como teólogo no desdeñó de manifestar su libertad de pensamiento, como cuando se negó a suscribir una declaración, como ya hicieron otros tres Teólogos de su colegio, acerca del obispo de Brescia, en cuanto no suficientemente clara, mandando a decirle al Obispo que: "en cada cosa fuera obediente hasta dónde su conciencia le permitía". Como siempre, de mente brillante, con pocas palabras supo expresar claramente su pensamiento sobre cada argumento, también el más complejo. Por esto también colaboró con San Carlos Borromeo participando en el primero Sínodo milanés del año 1564 y en el primer Concilio. El año siguiente volvió a Milán. 

Inicio página

 4) Y AHORA VA A SER SUPERIOR GENERAL

 ¡Algo se entreveía! A tan solo 33 años, en el abril de 1567, entre el estupor de muchos y  de él mismo, fue elegido General de la Orden. No quería aceptar aquel cargo tan pesado, pensando de tener que mandar a aquellos Padres venerables; sin embargo no pudo negarse cuando le fue recordado que "quien es elegido o confirmado, entra en su gestión revestido no tanto del manto de la humildad, cuanto del manto de la caridad!" 

La obra de Sauli en el gobierno  de la Orden fue dirigida ante todo a la revisión del espíritu de los orígenes, todavía verdes, dando una notable contribución al definitivo ajuste de la Congregación. Después de aquella ya señalada visita apostólica de 1552 que vio reconducir a los Barnabitas al cauce propio de la vida religiosa del tiempo y las Angélicas a la clausura, y juzgar a los Laicos de San Pablo todavía no maduros por el apostolado directo, el sabrá conducir la Congregación por aquel delicado proceso de adecuación a los decretos tridentinos que desembocará en las Constituciones de 1579, que quedaron en vigor hasta el Concilio Vaticano II. ¡Fue el hombre ideal de aquel momento! Su buen gobierno lo hizo reelegir por un segundo mandato el 6 de mayo de 1568, pudiendo continuar así el trabajo todavía no acabado y que se concretó, por ejemplo, en solucionar el problema de la adecuación al nuevo breviario querido por Pío V. De nuevo fue reelegido Superior General el año siguiente. Hombre de visión clara, en su trienio de generalato, también tuvo modo de cuidar a las monjas Angélicas entonces domiciliadas en el monasterio de San Pablo, dándoles muchos Sermones, que se guardan todavía, interviniendo para calmar aquel rencor que se había producido respecto de la Condesa de Guastalla que, cuando las dejó en 1554, se llevó todo el dinero, también los donativos donado legalmente a la dotación de su monasterio con acto notarial. Pacientemente padre Alejandro les enseñó a superar la dureza de corazón: "Necesitan  pues ablandar, este corazón; lo enseña la naturaleza, que no es de piedra, no de hierro, no de diamante, sino de carne nos ha hecho este corazón…no pensáis que debe ser nuestra virtud el enternecerlo, sino la obra de Dios."  

 5) Y AHORA OBISPO

Sauli  se convirtió sobre todo en un gran amigo y colaborador de Borromeo, que particularmente lo apreció, además, por el trabajo que él hizo en 1566 por la reforma de los Franciscanos Conventuales, antes, de los Humillados, después. Quiso que fuera su confesor, y quiso frecuentar mensualmente la iglesia de San Bernabé, y no sólo por un momento de retiro espiritual. Lo llamaba a l’obispado por cada cosa declarando: "¡De su prudente consejo casi me valgo en cada ocasión", tanto que hacía enfadar algún cohermano que veía al propio Superior General, casi llegar a ser el “Secretario del Obispo”! Así, mientras que Sauli admiró en Borromeo su rigor de vida y mano firme – a menudo autoritarios - en gobernar la Diócesis, el arzobispo de Milán apreció en el joven barnabita la franqueza de su dirección espiritual, que supo iluminar con la luz de la sabiduría divina los rincones más recónditos del ánimo. 

El generalato del Sauli representó un momento de verdadero renacimiento de l’Orden que salió de la desorientación provocada por la expulsión de las tierras vénetas del 1551, gracias también a la gran contribución de San Carlos Borromeo, que tanto quiso a los Barnabitas: "Vosotros sabéis - escribió a su obispo auxiliar Ormaneto  – cuán grande es el servicio que el Señor Dios recibe en esta mi Iglesia de los Padres de San Bernabé, y cuál es la protección que tengo de ellos  por la vida intachable y su santos ejercicios…". Se comprende por tanto el gran desaliento que les dio a los Barnabitas cuando vieron que fue trasladado como obispo. El mismo San Carlos, que los conoció bien, escribió directamente al Papa Pío V: “No puedo faltar de someter a Su Santidad la preocupación grande en que los Padres de San Bernabé se encuentran, por el daño grande que vendrá a su Congregación con la pérdida de este hombre, ella que dependa ahora de su prudente gobierno y es muy ayudada por su doctrina, en el que - para decir la verdad - él no tiene par". Pero nada pudo parar la voluntad de Dios que se movió por las manos de su Vicario en la tierra a la búsqueda entre las órdenes religiosas de los hombres más dignos de ser elevados al episcopado. Tanto que a la muerte de Pier Francesco Pallavicini, Obispo de Aleria en Córcega, puso  los ojos justo sobre  Sauli como su capaz sucesor en aquella no fácil diócesis de Córcega, una de las más abandonadas de la Iglesia, entre aquellos isleños que - barbarizados a causa de las guerras - eran más propensos a poner en evidencia sus defectos que su virtudes, y sólo nombrarlos ponía  la carne de gallina. 

¡No supimos porque lo eligió! Probablemente el Papa lo encontró de pasada a Milán pero lo que importa es que tuvo una desmedida confianza en él, como testimonia esta carta que el cardenal Cicada escribió al Duque de Génova el 27 de enero de 1570: "Su Santidad  está  lleno de esperanza que la virtud de este buen Prelado será capaz de introducir en aquella isla la doctrina cristiana, la alabanza hacia  Dios para el provecho de aquellas almas". Alejandro en enero de 1570 empezó a prepararse a la difícil tarea que lo esperaba encerrándose en retiro espiritual en la cartuja de Garegnano, junto a Carlos Borromeo, pidiendo al Señor tener buena gana de "tomar esta cruz por amor de Dios". Poco después escribió preocupado a su padre Domenico: "Las fatigas en las que me he encontrado hasta ahora como Superior General me parecen al presente rosas, en comparación con aquello que empiezo a probar como Obispo". Fue consagrado obispo en la Catedral de Milán el doce de marzo de 1570 por el mismo arzobispo San Carlos Borromeo, que le prestó incluso los ornamentos sagrados, que después le regalo, juntos con el obispo de Pavía, monseñor Hipólito de Rojos, y del obispo de Bergamo, Federico Corner; en aquella ocasión se oyó una de sus muchas bromas, expresión de su nunca perdida espontaneidad, dirigida al Pontífice: "¡Dios perdone a quien me ha quitado de mi Congregación". No hubo tiempo que perder! Él tuvo que ser de ejemplo sea por llevar a la practica la obligación de residencia de los Obispos establecida por el Concilio de Trento, sea por la dedicación al encargo recibido; por esto el Papa quiso que con él partieran enseguida una media docena de cohermanos Barnabitas para coadyuvarlo en la acción pastoral. Demasiados para los Barnabitas de aquel tiempo, que, en todo caso, lograron mandar a tres padres: Vincenzo Corti, Tommaso Gambali y Francesco Stauli, juntos con el hermano Giovanni Battista. Así, una vez saludado el anciano padre en Pavía, que no habría vuelto a ver jamás, el 29 de marzo se embarcó en el puerto de Génova rumbo su destino. 

Inicio página

 6) EL APÓSTOL DE CÓRCEGA

En la lenta travesía, Monseñor Alejandro habrá tenido ciertamente el modo de reflexionar sobre cómo ya desde hace tiempo los genoveses eran odiados por los corsos, y como tal sentimiento fue aumentando cuando hacia la mitad del Mil quinientos Enrique II retomó las hostilidades francesas contra el emperador Carlos Quinto. El conflicto también se extendió a Córcega, cuando en 1553 Francia, con la ayuda del Gran Turco y de un revolucionario local, llamado Sampiero, ocupó la isla. Génova no esperó demasiado para empezar su reconquista y en 1555, Andreas Doria la reconquistó. Pero los habitantes, conducidos por Sampiero, iniciaron una extenuante sangrienta guerrilla. La reacción de Doria fue violenta casi llevándolo hasta querer el genocidio de los "ingobernables corsos". Pero gracias a la mediación del Obispo, Gerolamo Leo, y de los Franciscanos de Mariana, otra diócesis de Córcega, se encontró una solución diplomática y los rebeldes pudieron embarcarse, casi triunfalmente, hacia Francia, dejando detrás de ellos un cúmulo de ruinas, materiales y espirituales.  

El 30 de abril de 1570, Mons. Alejandro desembarcó en Córcega, entonces dividida en cinco diócesis: Aleria, Aiaccio y Sagona, sufragánea de Pisa, Mariana y Nebbio, sufragánea de Génova, aunque todas sus sedes episcopales fueron abandonadas, por razones de seguridad, desplazándose los pocos obispos residentes, hacia localidades interiores mas seguras. El nuevo obispo con sus cuatro cohermanos que lo acompañaron, de más "débil complexión" que él, inicialmente no supo a dónde ir y sobre todo dónde fijar su residencia episcopal. Encontró la catedral destruida, l’obispado, que fue el cuartel general de Sampiero, reducido a un montón de escombros, las casas de Aleria derrocadas, el rico llano, un tiempo "granero de Roma", abandonado a la incuria del tiempo y de los hombres. Levantando la mirada vió el intacto y tétrico fuerte genovés que hospedaba una guarnición de soldados. ¡No servia para él!

Como un romero fue obligado a pedir hospitalidad al convento franciscano de Corte, que se encontraba a 40 millas de Bastia, dónde los frailes, sin embargo, pero le hicieron pronto entender que su presencia creaba bastante malestar a la vida regular del convento, también porque para ir a verlo en sus dos pequeños cuartos hacia falta pasar por el comedor. 

Le comunico - le escribió al Borromeo el 18 de mayo de 1570 – como llegando a Bastia fui forzado a pararme por diez días para poder hacer las debidas compras necesarias para la comida cotidiana, y en aquel tiempo fui visitado por gran parte de los curas de mi diócesis, dónde no he hallado a ninguno de ellos que entienda el latín; muchos no saben tampoco leer. Cuáles sean sus costumbres, lo dejo a la consideración de Su Señoría Ilustre, habiendo habido en Córcega tantas guerras por tanto tiempo y habiendo habido obispos no residentes y mi obispado, en particular, convertido en habitación y vivienda dell corso Sampiero, dónde reinaron más los alborotos y las torturas que en cualquiera parte de la isla". El impacto fue pues particularmente duro: “Dios me inspirará cada día”, le gustaba repetir. 

La población local constituida por "hombres orgullosos e indómitos muy inclinados al derramamiento de sangre", era pobre y supersticiosa, pero también orgullosa y dotada de un malentendido sentido del honor, por el que fue empujada a exhibir en las ventanas los jirones de los vestidos ensangrentados de los enemigos matados o a querer todavía casar a los hijos antes de su nacimiento, creando luego verdaderas tragedias si la boda, por varias razones, no fuera celebrada. Un pesado clima de sospecha y silencio envolvía cada cosa.  

Aunque los isleños fueron bastante rústicos, mejor "salvajes", por otro lado se distinguieron por magnanimidad, sobriedad, resistencia, laboriosidad, por el alto sentido del honor y de la justicia, pero, sobre todo, por una insospechable ortodoxia en la fe, que Alejandro, lleno de alegría, constató enseguida: "En esta mi primera llegada he tenido mucha alegría, porque he conocido en estos pueblos - aunque un poco groseros - una pura integridad de religión, no infectada por herejía alguna. Y como de qué milagrosa, en tan grande maldad y desenfreno de gente pasado aquí por las guerras, tiene que dar muchas gracias al Señor Dios." 

Gracias a su lucidez mental que le sugirió respetar el prudente consejo del "ver, juzgar y actuar", se propuso de conocer ante todo la situación de su Diócesis, y por esto empezó enseguida por un lado las visitas pastorales, como indicado por el Concilio de Trento, para tomar el pulso de su clero y su rebaño, por el otro a convocar la celebración anual del Sínodo, también aquí, como prescrito por la Vigésima cuarta sesión Tridentina, durante el cual "aprovechaba estos días [tres] para vivir corazón a corazón con sus curas, que invitaba - quién quiso - a vivir con el a costa suya. Comía con ellos, conversaba mucho con cada uno, se expandía con gran caridad. Para instruirlos, a menudo planteaba casos de conciencia, repasando con ellos fórmulas litúrgicas, puntos de doctrina dogmática o moral, documentos conciliares y eclesiásticos. Cuando el Sínodo se acababa muchos curas tenían que afrontar un viaje de vuelta largo y pesado: entonces él les preparaba, y también a los laicos que los acompañaban, un viático abundante, les prestaba los caballos y llenaba de vino sus "botellas", dándoles cuánto pudiera ser útil en el viaje. Cosa rara si se piensa que en el Sínodo participaban más de cien curas, sin contar a los laicos de su escolta".

Pero las verdaderas armas vencedoras fueron las visitas pastorales. Gracias a ellas sus curas empezaron a acercarse a él, aunque no todos, al ver que estas visitas más allá del puro deber pastoral, se convertían en expresión de aquel anhelo misionero que exaltaba su espíritu de sacrificio, y no sólo por las fatigas extenuantes que comportaron, sino sobre todo por la actividad de evangelización dirigida por él a todos, especialmente a los niños y las personas más sencillas como a los numerosos pobres y campesinos; por esto mereció la bonita mención de "Apóstol" de Córcega: el título más digno para un Pastor de Santa Romana Iglesia. Él, en efecto, no ahorró fatigas, dedicándose muchísimo a las visitas pastorales - verdadera cruz y delicia de su ministerio episcopal -: "Si tuviera una ciudad o lugar grande, no me extraviaría, pero el tener pequeños pueblos, me hacen desesperar de poder obrar. Porque el cabalgar es difícil siendo montañas ásperas; y luego, cuando se ha llegado, no se puede dormir y comer, si no con mucha incomodidad." Se desplazó entre mil dificultades sentado en una mula, atravesando cursos de agua y pasos rocosos, entre cañadas profundas y sendas cavadas en la roca, a menudo, como certifican los Procesos apostólicos, obligado también a caminar "a gatas". Y cuando llegaba, puesto él de rodillas recibía del cura la cruz, y después de haber rezado silenciosamente bendecía a sus fieles, celebraba y administraba los sacramentos, controlaba la gestión parroquial; no quería nada a cambio, más bien, si la permanencia se prolongaba más allá del día, proveía personalmente a los gastos propios y de sus colaboradores: "Ninguna cosa - quiso repetir - puede manchar el servicio de Dios en la salud de las almas, como la sospecha de avaricia, porque cuando esta entra en la gente sobre los prelados, aunque éstos hagan milagros, no son creídos". Él, un tiempo rico, en virtud del voto de pobreza emitido entre sus cohermanos Barnabitas, que tanto siguió queriendo, no pudo no privilegiar las obras de caridad entre aquellos pobres corsos para los cuales "cada casa, aunque pequeña, parecía un edificio." 

En su acción pastoral privilegió las dos indicaciones emergidas del Concilio de Trento. 

La primera: la enseñanza del catecismo Por esto imprimió infinitas veces su catecismo: “Breve instrucción de las cosas más necesarias para la salvación”, que difundió gratis en millares de ejemplares; fue llamada la “Duttrinella” y educó generaciones enteras de corsos. Dividida en dos partes, una dogmática y la otra moral, se articulaba en preguntas y respuestas, breves y claras, como estuvo en su estilo. Era aprendida de memoria gracias a la repetición a alta voz, después de haber sido explicada por los catequistas o por los mismos seminaristas. Ejemplo. "Quién eres tú"? Respuesta: "Soy cristiano". Pregunta: Qué significa este nombre de "cristiano"? Respuesta: "Discípulo de Nuestro Dios Jesucristo: es decir el que, siendo bautizado, cree y hace profesión de observar su Santa Ley". Pregunta: "Cuáles son las dignidades del buen cristiano"? Respuesta: "Primero, ser hijo de Dios; segundo, ser hermano de Nuestro Dios Jesucristo; tercero, ser  heredero del Cielo". Pregunta: "Cuál es la señal interior del cristiano"? Respuesta: "La Caridad fraterna, tal como Dios enseña: en esto los reconocerán que serán mis discípulos si se amaran  como yo los he amado, es decir suma y santamente". Pregunta: "Cuál es la señal exterior del cristiano"? Respuesta: "¡La señal de la santa Cruz… ", etcétera. Consideró esta instrucción tan importante que él mismo no paró nunca de enseñar catecismo a los chicos, también cuando llegará a ser Obispo de Pavía, y éste es uno de los aspectos ciertamente más conmovedores de su vida, cuyo valor delante de Dios a menudo es contrariamente proporcional al valor delante de los hombres! El estudio del catecismo tenia que abrirse a la práctica cristiana en un entorno favorable.  

He aquí la realización de la segunda indicación propuesta en los decretos tridentinos: el desarrollo de las cofradías, especialmente del Santísimo Sacramento, que instituyó en todas las parroquias de su diócesis, cumpliendo el dictado Tridentino sobre la valorización de la eucaristía. Por lo demás, el no podía olvidarse que todavía joven y simple barnabita, en su pequeña comunidad de Canepanova, durante la Cuaresma defendió infatigablemente la comunión frecuente en contra de un predicador de la cercana iglesia de San Francisco, que osó condenarla, repitiendo en aquella ocasión que la eucaristía era cuestión más de experiencia que de palabras: “No conoce sus efectos si no quién la experimenta". Y predicaba: “Admirable, estupendo de veras este gran sacramento!... lo Recibimos, y él curará nuestro alma, como a veces también cura el cuerpo: y crecerá siempre más en nosotros el afán, el hambre de recibirlo. ¿Para quién, pues, Jesús instituyó tan gran Sacramento? No para los ángeles; no para reprimir los demonios, sino para el hombre, el más bajo en la cadena de los seres inteligentes y el mas cargado de miserias y de pecados. Sea por lo tanto nuestra primera cura dar infinitas gracias a Dios que nos llama a sentarnos a su divina mesa, no sólo en la otra vida, sino también desde ahora, en la vida presente, a través del sacramento de la eucaristía. Pero sobre todo pensemos en responder a su llamada, acercándonos a menudo a la Sagrada Mesa de la Eucaristía”.

Se preocupó mucho de la formación de sus sacerdotes: en aquel tiempo no existían seminarios u otro tipo de escuelas en Córcega y muchos sacerdotes eran errantes porque no tenia casa parroquial. También eran violentos llevando consigo armas para defenderse (cuando celebraban la santa misa el rifle estaba sobre la mesa del altar); sin ningún escrúpulo tenían mujeres y no querían obedecer al Obispo que no lo permitía. Las iglesias estaban abandonadas y vacías, por esto le gustaba repetir a sus curas que “si amaban sus iglesias como novias habrían hecho todo lo posible para adornarles como la propia”.  Y les daba dinero para que pudieran comprar vasos sagrados y arreglar bien la iglesia. A pesar de todo Alejandro estaba tranquilo y no pensaba quitarse aquella cruz de las espaldas diciendo que “vivir o morir le daba igual” (Sive enim vivimus Domino vivimus, sive morimur Domino morimur). Así que tenia una grande fe, y empezó a escribir muchos libros para instruir a sus sacerdotes, como la Instrucción breve y la Doctrina del Catecismo romano en la cual explicaba el catecismo de Trento de una manera muy sencilla, según el esquema de pregunta y respuesta. Sabía que el bien o el mal de la Iglesia y de los pueblos que cuida depende de la buena o mala formación de sus curas. Él mismo escribió las normas muy severas de su seminario de Aleria, no teniendo miedo de espulsar un joven seminarista muy malo, que el primero de agosto 1581 quiso quitar la vida al Obispo lanzándole desde lo alto una piedra muy grande a la cabeza, que por suerte cayó a sus pies. Alejandro gritó: “Sea bendito Dios que cuida a sus siervos”. En aquel difícil momento seguramente habrá pensado cuando atentaron también a la vida de su amigo San Carlos Borromeo con un escopetazo, y el que era su director espiritual le dijo que: “considerara bien si lo que había pasado era acaso señal de un castigo de Dios y también si estaba preparado para presentarse ante el juicio divino”. Alejandro enseguida perdonó a aquel joven y lo sacó de la cárcel, pero éste nunca le hizo caso.

Tenia gran necesitad de sacerdotes, y por esto escribió a su Superior General en Roma diciéndole que “son grandes las necesidades de la Congregación pero las mas grandes estaban en Córcega”. El mismo tenía problemas de salud y a menudo se enfermaba por el aire húmedo y los fuertes vientos. Por esto pidió y consiguió el permiso de irse unos meses a Italia en el año 1576. Pero su primer pensamiento estaba siempre con los pobres. Cada día hacia distribuir en el patio del obispado pan, sopa y vino, y también, sin pedir dinero, daba hospitalidad a los visitantes (no había ninguna posada en Cervione). Por esta generosidad sus criados lo regañaban diciendo: “Usted es demasiado bueno Monseñor! Y él contestaba: “No saben ustedes que lo que doy a los pobres lo doy a mí mismo? Tenía un corazón grande! Lleno de caridad hacia todos. Buscaba el tiempo para recibir a todos en cualquier momento, también si estaba comiendo, y se enfadaba muchísimo si alguien mentía diciendo que el obispo no estaba.

Empezaba su jornada con tres horas de oración. Y después de la meditación y del oficio de las horas rezaba el oficio de la Virgen Maria y de los Difuntos. Celebraba con mucho fervor la santa misa, ayunaba dos veces por semana, cada día se confesaba y de noche se flagelaba. Tres veces al año tenia que hacer los ejercicios espirituales de diez días completos, y para no olvidarse de ser barnabita cada viernes se ponía su habito religioso negro para sentirse en comunión con la Congregación. Quería repetir: “Es mi deber hacer mucho mas de lo que hago, y seria una gracia de Dios morirme mientras estoy trabajando en el campo del Señor”.

En el año 1590 vino desde Roma un Visitator Apostólico de nombre Nicoló Mascardi para revisar el trabajo pastoral de monseñor Alejandro e hizo una relación muy dura que presentó una vez regresado a Roma. El tenía un espíritu muy curial y no conocía los problemas pastorales de Córcega. Cuando Monseñor Alejandro se enteró escribió una carta en la cual defiende a sus fieles y a sus curas punto por punto. Vamos a ver. Por ejemplo: 1) Mascardi: El cura no puede estar fuera de su parroquia por más de tres días sin permiso escrito de parte del obispo. Respuesta del Sauli: La residencia es cosa santa, pero muchos de mis curas deben andar por dos días si quieren venir a verme; por esto he concedido a los vicarios episcopales el poder de dar licencia por ocho días con la sola obligación de comunicármelo. 2) Mascardi. Sea excomulgado automáticamente quien tiene en la Iglesia encuentros profanos. Respuesta del Sauli: La iglesia es el único sitio de todo un pueblo; encontrarse allí no produce sospecha porque es lugar de todos. 3) Mascardi: Dentro de dos meses cada cura tiene que tener en su iglesia dos cálices y vestidura sacra; si no será excomulgado. Respuesta del Sauli: Todo el mundo se quedará sin misa! 4) Mascardi: Las mujeres no deben llevar a la misa los niños pequeños. Respuesta del Sauli: No es posible que muchas mujeres deban faltar a la misa porque no tienen quién pueda cuidar de sus chiquitos. 5) Mascardi: Comete pecado quien no va a misa en su parroquia. Respuesta del Sauli: El Concilio de Trento lo exhorta, pero todo el mundo hace lo contrario y el domingo va a misa dónde le gusta. Bien, lo interesante es que la Santa Sede de Roma dio razón a monseñor Sauli.  

Inicio página

 7) LA HORA DE LA MUERTE

Alejandro estaba un poco triste porque muchas personas en Italia decían que él estaba desaprovechado en Córcega a causa de su valor e intentaban hacerlo regresar a Italia. Muchas veces se escuchó el rumor que él estaba destinado a una nueva diócesis en Lombardia; pero él quería dejar sus huesos en Córcega, como escribió en su testamento, dejando todas sus cosas a los curas y al seminario de Aleria; no se olvidó de una joven novia a la cual donó un poco de dinero, y de sus cohermanos barnabitas a los cuales pidió oraciones.

Pero cuando murió el Papa Pío V y fue electo el nuevo con el nombre de Gregorio Catorce en diciembre de 1590, que había sido alumno del Sauli, enseguida ordenó que Alejandro fuera obispo de Pavía. Así que al final del año 1591 Alejandro dejó su querida Córcega para Italia. Él esperaba regresar, pero esta vez no fue posible regresar a Córcega, el Papa no se lo permitió. El 20 de septiembre de 1591 entre muchos festejos hizo su ingreso a Pavía que estaba adornada estupendamente, pero viendo todo aquel lujo y honor exclamó: “O vanidad de la tierra, dentro de un año todo esto se convertirá en luto”. Si no había podido evitar que los ciudadanos de Pavía gastaran mucho dinero por su entrada episcopal, enseguida empezó a ayudar a los pobres dando pan y sopa en el patio del obispado, y una vez a la semana iba de visita al hospital. Dio también un techo a muchos transeúntes que no sabían a dónde ir para descansar. Pavía era muy diferente de Córcega, ya estaba en marcha la reforma del Concilio de Trento, pero él decidió igualmente hacer las visitas pastorales para conocer a su rebaño. Y precisamente en una visita pastoral se sintió mal en Calosso d’Asti y después de unos días de fiebre murió el 11 de octubre de 1592 a la edad de 58 años. Debajo de su almohada se encontraba el libro de la Imitación de Cristo. Inolvidable lo que pasó poco antes de morir. Ya en agonía pidió que su cohermano barnabita Ambrosio le leyera el Evangelio. Después de quince minutos el padre se paró pensando que estaba muerto. Pero Alejandro abriendo los ojos le preguntó: “Padre Ambrosio, por qué no lee?” El contestó lleno de estupor: “Monseñor, pensaba que usted estaba durmiendo y no quería molestarla”. Y Alejandro: “Si usted supiera cuánta molestia me ha dado el no leer. Yo ya veía la gloria del Paraíso...”. El padre Ambrosio lleno de vergüenza de nuevo empezó a leer, y el obispo murió. Los presentes se dieron cuenta de ello porque su rostro estaba bellísimo, mucho más que cuando estaba vivo.

Fue enterrado en la catedral de Pavía, en el suelo como él quería. Pronto empezó la veneración del pueblo, y siendo un culto no autorizado, el nuevo obispo tuvo que cerrar la catedral durante un mes. Pero a la gente no le importaba y siguió poniendo flores y velas ante las puertas cerradas de la catedral. El Obispo no pudo hacer otra cosa que convencerse y dejó que la gente hiciera libremente su veneración. El once de diciembre de 1904 Papa Pío Décimo lo declaró oficialmente santo en la plaza de San Pedro en Roma. Desde aquel momento fue proclamado patrono de los estudiantes barnabitas.

  Les agradezco muchísimo por su atención y paciencia y espero que la devoción a este gran santo pueda crecer también aquí en Sant Adrían. Muchas gracias.

 

                                                                                                P. Filippo Mª Lovison bta.