(14 de enero de 1531)
Advertencia:
La fecha es de 1531, el
sello lacrado en verde con el lirio de los Zaccaria, hace patente que esta
carta ha sido escrita desde Cremona.
Es el
momento mágico de la gestación de la obra de Dios: una Familia Religiosa que
traspasará los siglos. Se intuyen los sufrimientos del alumbramiento.
Antonio María tiene prisa
en empezar la obra de la “Renovación Cristiana”, pasando de unos simples
intentos de comunión a una convivencia concreta y estable.
Detecta incertidumbre en
sus compañeros, los destinatarios: Bartolome Ferrari y Jaime Antonio Moriglia.
Por esto, al estilo de
San Pablo, no duda en reprocharse a sí mismo los defectos que quiere corregir
en los otros.
Quiere superar la
incertidumbre de los dos.
Es una carta convocando a
los Sres. Ferrari y Moriglia para llevar a cabo el soñado y deseado proyecto.
Enumera las razones que llevan al hombre
a la inestabilidad.
Subraya las causas y los
efectos de la irresolución en los llamados.
Propone los
remedios.
Finaliza con una ardiente
exhortación, la más conocida del Santo: “Corramos
como locos, no sólo hacia Dios, sino también hacia el prójimo”.
Destinatarios:
A mis honorables Hermanos en Cristo, don Bartolomé
Ferrari y don Jaime Antonio Moriglia, en Milán.
IC. XC. +
Mis queridos y respetados Hermanos
en Cristo:
Dios, que es fiel y
siempre dispuesto a todo bien, os salve y os conceda aquel equilibrio y firmeza
en todas vuestras acciones y deseos, según anhela mi corazón.
Bien
es verdad, queridos, que Dios ha creado el espíritu del hombre voluble e inconstante para que no se
mantenga en el mal; y también, para que una vez alcanzado un bien, no se
detenga en él, sino que pase a uno más grande, y de éste a otro mayor; de
manera que, pasando progresivamente de una a otra virtud, logre alcanzar la
cumbre de la perfección.
De aquí se desprende que el hombre
ha sido creado para que no se instale en el
mal; es decir, al no encontrar sosiego en él, no se decide por si mismo a
realizarlo; de esta manera, no permaneciendo en el mal, camina hacia el
bien, y además, no adhiriéndose ni
quedándose en las criaturas, se eleva hacia Dios.
Por lo tanto,
dejando por ahora a un lado las diversas causas del cambio del hombre, os baste
para nuestro propósito, lo dicho.
¡Pobre de nosotros!, porque la
inestabilidad e indecisión que deberíamos tener y ejercitar para huir del mal
la dedicaríamos para el bien. Tanto es así, que muchas veces tengo la
oportunidad de maravillarme por tanta incertidumbre que me domina y que desde
hace muchos años ha reinado en mi alma.
Estoy seguro, queridos, que si
hubiese reflexionado profundamente sobre los males que proceden de tal
indecisión, ya hace tiempo que hubiera extirpado esta mala raíz.
Esta indecisión, ante todo, impide
al hombre progresar; ya que, colocado entre dos polos, no es atraído por
ninguno de los dos; o sea, no hace el bien presente mirando el futuro, ni hace
tampoco el bien venidero porque se siente atraído por el presente, dudando del
futuro. ¿Sabéis a quien se parece? A uno que quiere amar dos cosas contrarias,
y (como dice el proverbio) “quien persigue a dos liebres, una huye y la otra
escapa”.
Mientras el hombre se encuentre
indeciso y dudoso no hará nada bueno; lo demuestra la experiencia, sin
necesidad de aportar otras pruebas.
Más aún, la incertidumbre hace al
hombre voluble como la Luna. Además, el hombre indeciso está siempre inquieto y
nunca se contenta, ni siquiera en las grandes alegrías. Es presa fácil de la
tristeza y se enfada buscando fácilmente que le consuelen.
A decir verdad, esta mala hierba
procede de la falta de iluminación divina, porque el Espíritu Santo va
directamente al fondo de las cosas y no se detiene en la superficie; el hombre
que no ve el fondo no se decide.
Esta indecisión es efecto y causa de la tibieza; ya que
el hombre tibio, al tener que deliberar sobre algo, ve razones en ambas partes,
pero no sabe discernir cuales son las buenas, y por ello nunca se decide sobre
que parte tomar o dejar; así, si antes dudaba un poco, ahora duda mucho más, y
permanece indeciso. De esta manera el hombre falto de decisión se va enfriando
y se vuelve tibio.
Si alguien quisiera enumerar las causas y los malos
efectos de la indecisión no acabaría en todo un año. Verdad es que, aunque no
hubiese otro mal más que el de la indecisión, de la que hemos hablado más
arriba, ya sería demasiado, porque mientras el hombre duda no actúa.
Para salir de este vicio se encuentran en la vida
espiritual dos caminos o medios:
El primero nos ayuda cuando, inesperadamente, nos vemos
forzados a hacer o no hacer algo. Consiste en la elevación de la mente a Dios
mediante el Don del Consejo; es decir, cuando surge una situación imprevista e
imprevisible que requiere una decisión inmediata, entonces elevaremos nuestra
mente a Dios, rogándole nos inspire lo que debemos hacer, y, siguiendo la
inspiración divina, no nos equivocaremos.
El segundo medio consiste en que, teniendo tiempo y
oportunidad de pedir consejo, vayamos al P. Espiritual y según su parecer, lo
haremos o lo dejaremos de hacer, lo mismo en otros casos.
Queridos míos, si no evitamos esta mala hierba producirá
en nosotros un efecto grave: la negligencia. Que es totalmente contraria a los
caminos de Dios. Porque el hombre cuando tiene que hacer una acción importante
debe pensar y repensar, rumiarlo y, una vez pensado o aconsejado no debe
demorar la ejecución porque en los caminos de Dios lo primero que se busca es
la rapidez y el celo.
El profeta Miqueas decía: “¿Hombre
qué quiere Dios de ti? Quiere justicia y misericordia y que pronto te orientes
hacia Él” (Miq. 6, 8). Y Pablo: “no seáis indolentes en la actividad...”(Rom. 12,
11) y Pedro: “Entregaos a las buenas obras...” (2 Pe. 1, 10). En la Sagrada
Escritura los pasajes que aconsejan y alaban este celo son numerosísimos.
Os digo la verdad, queridos: por
causa de esta indecisión -por cualquier otra cosa, o parte de ella- se ha
producido en mi gran dejadez y retraso en la acción, que, o jamás inicio algo,
o cuando lo inicio, lo prolongo tanto que nunca lo acabo.
Mirad, mirad, como aquellos hermanos
e hijos de su padre muerto (oído el consejo de Cristo que les dijo que los
muertos enterrasen a sus muertos) (Lc. 9, 60), escuchando tal consejo,
enseguida siguieron a Cristo. Pedro, Santiago y Juan, llamados, inmediatamente
siguieron a Cristo. (Mt 4, 18) Y pensando así, encontraréis que los verdaderos
amantes de Cristo siempre han sido fervorosos y diligentes, y no descuidados, a
pesar nuestro.
Animo, hermanos, levantaos y venid
conmigo. Quiero que arranquemos estas malas hierbas (si las hay en vosotros) y
si no las hay, venid, ayudadme, porque las tengo en mi corazón. Por amor a
Dios, esforzaos conmigo, para que pueda extirparlas y así poder imitar a
nuestro Salvador, quien se pronunció contra la indecisión a través de la
obediencia hasta la muerte. (Fil. 2, 28) y corrió, sin negligencia, al oprobio
de la cruz, despreciando toda humillación. (Heb. 13, 2)
Y si ahora no podéis darme otra ayuda, al menos ayudadme
con vuestras oraciones.
¡Ay! queridísimos, ¿a quién escribo yo?, a
los que obran
y
no hablan, como yo. Supuesto que así sea,
(es mi modo de verlo), sin embargo, el amor que os tengo me ha impulsado a
escribiros estas pocas líneas.
Os diré pues una cosa: mucho me temo que vosotros dos
seáis muy descuidados para terminar de imprimir el libro. Me dirijo en
particular a Don Bartolomé (Ferrari), a propósito del pobrecito Juan Hyerónimo,
que desde hace tiempo no sólo no me habéis mandado información, sino que ni
siquiera me habéis escrito una sola palabra de lo que habéis hecho. Por mi
parte os disculpo, pero mirad vuestra conciencia, si sois dignos de disculpa o
reprensión.
Animo, hermanos, si hasta ahora ha habido en vosotros
indecisión, rechacémosla junto con la pereza, y corramos como locos no sólo
hacia Dios, sino también hacia el prójimo que es el que recibe aquello que no podemos dar a Dios, no
teniendo El necesidad de nuestros bienes.
Saludad a nuestro común hermano el
Rvdo. D. Juan, al cual el P. Fray Bono, lo mismo que a vosotros, pide os
acordéis de él y de mí en vuestras oraciones.
Cremona 4 de Enero de 1931.
Vuestro buen hermano en Cristo.
ANTONIO
MARIA ZACCARIA.
Sacerdote